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Cuento El Hombre sin Sonrisa

Cuento

El Hombre sin Sonrisa

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Cuenta la historia que en aquel pueblo de calles polvorientas donde el agua llegaba cada tres días, dónde el sol era inclemente, dónde la temperatura llegaba a medio día a los 40 grados, lo caminaba de arriba abajo, un hombre que antes de ser vendedor era un atleta consagrado, un tipo con un don sobrenatural.

Su jornada comenzaba a las 4 de la mañana, vivía en un rancho de tejas de zinc en la periferia de la ciudad. Una pequeña casa con puertas de madera hecha a retazos, con tablas que le regalaron unos amigos de la plaza de mercado reforzadas con tapas de gaseosa. En su interior un viejo sofá de mimbre y un comedor que le había dejado su madre antes de morir, reposaban en aquel piso de tierra de su casa.

Lo primero al despertar era un café caliente que le tenía preparado su hija mayor, ella hacía las veces de mamá de sus hermanos, ante la muerte prematura de su madre, cuando tan solo tenía 8 años de edad.

Ese café significaba los buenos días y agradecimiento a su padre, un Guerrero. Un hombre sin sonrisa tal vez no le quedaba tiempo para eso o tal vez sonreía solo cuando corría, para que nadie fuese testigo del suceso.

Era un hombre recio, duro, de ceño fruncido que creció en la adversidad. Un papá ejemplar, que sin decir palabras amorosas transmitía seguridad y amor, sus actos hablaban por él.

Cada mañana antes de salir a sus jornadas diarias de largo trabajo, salía a correr 15 kilómetros, con unos tenis dos tallas más grandes que alguien le había regalado, esto era lo de menos, su voluntad no tenía limite, una rutina de años que cumplía a cabalidad era un maratonista de corazón,

Cuando pocos corrían, cuando el fitness no era moda, corría como si el tiempo se acabará, como si el mundo terminará hoy, corría porque amaba correr, porque era su momento de libertad, dónde soñaba y dibujaba su futuro en la bella sábana de Sucre, el único momento del día donde se le podía tal vez con un poco de suerte ver sonreír.

Al regresar de su actividad física tomaba un baño y se preparaba para salir recargado por aquel momento.

Empacaba la mercancía para venta, el vendía como todas las mañanas una deliciosa galleta llamada «Siria» que él preparaba y que hacía parte de su sustento diario.

El «Siria» como lo llamaban realizaba igualmente trabajos de jardinería y pintura, con su ayudante, su hijo que lo llamaban en el barrio cariñosamente el «Sirita» un niño de 8 años de edad, este último sería asesinado años después producto de la violencia absurda de este país.

 

El Siria un ejemplo de tenacidad y resiliencia con voluntad de hierro, nos mostró a todos la otra cara de la vida, cuando yo era niño no podía dejar de pensar cada vez que lo veía a él y su pequeño hijo en lo difícil que era su realidad, pero para él estaba bien y para su hijo aún el trabajo era un juego. Juntos lo hacían al parecer a gusto.

Cuando veo una galleta Siria se viene a mi mente la nostalgia por el «Siria» y su hijo, los veía regresar diariamente caminando exhaustos por la calle, padre e hijo de la mano al terminar un largo día de trabajo eso nunca más se borró de mi mente.

Hace poco en el barrio lo volví a ver estaba cargando un bulto de abono, llevaba una gorra, la expresión de su cara exacta y su mística la misma, con un poco más de peso y ya rayando en los 70 años, sin sonrisa alguna y con sus párpados caídos.

El tiempo para el no pasa, sigue corriendo como cada mañana después de aquella taza de café, sus galletas siguen vigentes, su sabor se quedó para siempre en los paladares que generación tras generación disfrutan de un manjar sabanero, receta heredada de la inmigración sirio-libanesa y que han sido su sustento durante toda una vida.

¡El Siria hace parte de este hermoso paisaje que se construye en mi alma de niño, una niñez mágica dónde las mañanas olían a café a rocío, a campo, a luz a dulce de mango a papaya… a vida!

Fin

Autor : Boris Sánchez Maldonado

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